miércoles, 25 de marzo de 2009

ULTRAJE

domingo, 1 de marzo de 2009

EL PETIT BAYONNE




François Elisalde, nuestro productor, resultó ser un pieza. Llevaba ya diez años pululando por Manila, a donde había llegado desde su Bayona natal para jugar como cestapuntista en el Jai-alai, el famoso y bullicioso frontón de la capital filipina.

-La verdad es que como pelotari yo era un manta- reconocía, y de hecho ni siquiera había llegado nunca a debutar como profesional en el País Vasco, de donde había salido por patas, tras atracar varios bancos como miembro de los Comandos Autónomos Anticapitalistas. La pelota era solo una afición, una vía de escape, nunca mejor dicho, y en cuanto alguien le ofreció un contrato, aunque fuera (o precisamente por ello) en el culo del mundo, no dudó en aceptarlo. Manila, además, le sedujo pronto, allá a los extranjeros los trataban como a dioses, sobre todo si, como él, aparecían en la tele. El Jai-alai era uno de las pasiones nacionales -o mejor dicho, las apuestas que los partidos movían- y los pelotaris vivían a cuerpo de rey, eran auténticas estrellas a las que siempre había alguien dispuesto a pagarles los cubatas o presentarle a una chica guapa y algo potorrobobo.

-Si querías te podías pasar por la piedra a dos o tres chiquitas cada noche- recordaba Elisalde.

Y como él solía querer casi siempre pronto se convirtió en un voraz animal nocturno que se alimentaba de ron Bustamante y la carne tierna de muchachitas sonrientes. Por las mañanas sus digestiones, eso sí, eran de lo más pesadas y cada vez le fue costando más moverse en el frontón. Apenas permaneció un año en el cuadro de pelotaris, pero fue suficiente para aprender cómo funcionaba el negocio de las apuestas (es decir, cómo se amañaban), hacer dinero y abrir con él un asador en el centro de Malate, el barrio de alterne de Manila, al que llamó Petit Bayonne, y que se convirtió en el refugio de los pelotaris vascos, que iban allá a comer chuletón, beber pacharán y cantar canciones tristes. Después, como en un movimiento reflejo, llegó la gente del Instituto Cervantes, de quienes los primeros recelaban y estaban convencidos de que eran espías del CESID; más tarde el resto de la colonia de expatriados, cooperantes, marines de las bases norteamericanas, corresponsales de agencias de noticias alcoholizados y aburridos (para que una noticia sobre Filipinas interesara el número de muertos debía sobrepasar el centenar)…; y, finalmente, los filipinos, la creme de la creme, algunos de ellos blancos, rentistas, herederos de indianos españoles o norteamericanos, y otros pinoys de pura cepa, hacendados, empresarios de aquellos que cogían el dinero y corrían, de los que hacían negocio levantando rascacielos que se quedaban a medio construir; y también los políticos corruptos que les daban las licencias, y generales golpistas, nostálgicos de Marcos… y putas, muchas putas de lujo, algunas de las cuales entraban al Petit Bayonne colgadas del brazo de ministros, mientras que otras las tenía en nómina el propio Elisalde (del mismo modo que pagaba a una vendedora de rosas de doce años, a la que vestía de pordiosera, evitando de ese modo que entraran al local otros como ella, o a un grupo de músicos de la isla de Mindanao ataviados de tunos que cantaban bilbainadas con acento chabacano).

En el Petit Bayonne convivía toda aquella fauna, junta pero no revuelta, allá se apañaban pufos inmobiliarios, se conspiraba militarmente, se daban sablazos para poner en marcha revoluciones, se cerraban apuestas y se abrían, casi de casualidad, negocios tan turbios como lucrativos.

El de las películas porno fue uno de ellos. Elisalde comenzó con él por pura afición, o por puro aburrimiento, no se sabía muy bien. Su apetito sexual murió de éxito y, cansado de tantas noches locas con él de protagonista, empezó a mirar aquel manicomio desde fuera. Era la única manera que tenía ya de excitarse: pedía a las chicas que se llevaba a su apartamento que bailaran desnudas y borrachas mientras él las filmaba, “tócate con la cesta”, les ordenaba, por ejemplo, descolgando de la pared su guante de pelotari, y ellas se lo encajaban en el brazo, y lo introducían entre las piernas, amoldaban el gancho a la curva de sus nalgas, o sujetaban con ellas las pelotas de sus novios, era increíble, delante de la cámara y del hombre blanco con un fajo de billetes, aquellas parejas se desinhibían por completo, se daban azotes en las nalgas con una biblia, o accedían a que un travesti diera por culo a la chica mientras el chico se daba un atracón de silicona.

Al principio, aquello de las películas se trataba de una diversión privada, pero en algún momento de debilidad, o quizás en el que Elisalde quiso compartir sus fantasías, mostró una de ellas a un cliente, que a su vez se la enseñó a otro, y este a otro, total, que los vídeos empezaron a rular en copias clandestinas y que a través de carambolas y rutas enrevesadas llegaron a gente en Copenaghe o Los Angeles, gente que cogía un avión, se plantaba en el Petit Bayonne y ponía sobre la mesa un sobre con unos cuantos de los grandes, todo ello mientras Elisalde les invitaba a una paella y una de aquellas putas con pedigrí les comía la polla por debajo del mantel.

Sí, François Elisalde era un tipo listo, y no dejó pasar aquella oportunidad, pronto se convirtió en un pequeño magnate del porno amateur, empezó él mismo a producir sus películas, y a contratar directores, actores…

Bardamu y yo éramos unos más de su factoría, pero él nos tenía una simpatía especial, a mí porque era vasco y con querencias noctámbulas, y a Bardamu porque reconocía en él a un viejo camarada de lucha política.

-Pero François, ¿cómo has podido acabar así? Has pasado de poner bombas a alimentar la parte más podrida del sistema –solía reprocharle Bardamu, medio en serio medio en broma, señalando a todos los peces gordos que frecuentaban su restaurante.

Elisalde entonces sonreía, como si no fuera con él la cosa, o contestaba con frases grandilocuentes y evasivas:

-Nadie lucha contra el sistema o por una causa, todo el mundo en realidad lucha contra sí mismo, y yo ahora estoy en paz- decía.

Y yo no sé si entendía muy bien lo qué François quería decir, lo único que sabía era que así, en paz, fue como comencé a sentirme apenas transcurrieron unos días en Manila y rodamos Guarrillera, la primera de mis más de cien películas filipinas. Yo también era un pieza, pero aquella ciudad era el puzle en el que por fin todo encajaba: lo que quería ser–una estrella del porno- y lo que era. Allá, en definitiva, me sentía tranquilo conmigo mismo y con la picha permanentemente tiesa, que en mi caso venía a ser lo mismo.