domingo, 17 de mayo de 2009

Dick Grande se despide de ti...


...pero si quieres te mando un email contándote cómo acaban mis andanzas de actor porno (amateur). Por razones que aún no puedo desvelar me resulta imposible continuar subiendo a este blog los últimos capítulos de mis memorias, pero puedo enviártelas a casa si realmente estás interesado en ellas y no has entrado en esta página solo para cascártela. Puedes escribirme aquí.
Por lo demás en breve este blog renacerá convertido en otra cosa, aún no sé muy bien qué, quizás -para seguir con la pornografía- comentando cosas sobre la televisión, en la que cabe todo, incluso mi blakandeker. Quizás.
Trabajar con ustedes ha sido la polla.


jueves, 14 de mayo de 2009

Maldita primavera



Estuve durmiendo hasta el día siguiente al mediodía. Lo primero que vi al despertarme fue a Lola, anudándose las trenzas y repasándose con un rotulador rojo las cicatrices de la piernas frente al espejo del armario. Lola creía firmemente en el método stanislavsky, pero era la Frida Khalo de pega más inverosímil que pudiera imaginarse, alta, rolliza, rubia, alemana… Lo único en lo que se le parecía era en la manera en que le atizaba al tequila.

-Buenos días, mi pintor de brocha gorda –me dijo, con un retintín beodo y arqueando su ceja postiza en dirección a mi erección matutina, al tiempo que le daba un buen lingotazo a su inseparable botella, y yo me di cuenta en ese momento de que para que el despropósito fuese completo a mí, que era un tirillas, me iba tocar hacer del gran –en todos sus sentidos– Diego Rivera.

-Hoy vamos a ir al Palacio Nacional- corroboró la voz de la teutona, asomando la cabeza desde el baño, desde donde llegaba el ruidito de un hilo de orina golpeando el agua del retrete-, para que veas el mural que hay en una de las paredes. Es algo impresionante.

-Pero primero comemos en ‘La casa de los azulejos’ y hablamos de la película- dijo el pornógrafo que estaba sentado en un sillón a mi derecha, cortándose las uñas de los pies.

¡Dios mío, parecíamos una familia! Bueno, ellos de hecho lo eran, la familia Monster, pero yo no, no me apetecía nada acostumbrarme a sus rutinas, acostarme con mi madre o salir a la calle con sandalias y calcetines de monte. Que me tirara a su hija, delante de sus narices, no significaba nada, no nos convertía en nada. Así que esperaba que hubieran reservado otra habitación en el hotel para mí solo.

Me alegró oír, eso sí, que me contarían algo sobre la película, pues pensé que sería un buen momento para preguntarles qué papel tenía Janis en ella y cuándo podría verla.

-Janis, oh, sí, bueno, todavía no le toca rodar- dijo la teutona, una vez en el restaurante, y su marido rápidamente le echó un capote cambiando rápidamente de conversación:

-En esta misma mesa almorzó en una ocasión Pancho Villa- dijo.

No se me escapó tampoco que Lola no pudo evitar un mohín entre resignado y de vergüenza ajena, que ahogó en un trago de su cocktail margarita.

Durante la comida, por lo demás, los pornógrafos me detallaron algunas de las escenas que pretendían rodar para “La brocha de Diego”, así se iba a titular la película. En realidad, como siempre, tampoco tenían una idea definida de la misma, “irá surgiendo sobre la marcha, queremos que sea un gran fresco de la vida y la historia mexicanas, pintado sobre la marcha, como la mamada que te hizo ayer Lola en el hotel”, explicaron, y de hecho allá mismo en ‘La casa de las azulejos’ tuvieron alguna idea, como el duelo de pajas.

La casa de los azulejos, que se llamaba así porque era un palacio barroco, con las fachadas exteriores recubiertas de azulejos azules, había sido testigo a lo largo de los siglos de terremotos, crímenes, revoluciones y algún que otro episodio absurdo, como cuando en una de las estrechas callejuelas laterales dos nobles entraron con sus carruajes por distintos extremos; como ninguno de los dos podía pasar ni se rebajaba a darle paso al otro, permanecieron allá durante tres días y tres noches, hasta que intervino el Virrey y ordenó que cada cual retrocediera por donde había llegado.

-Nosotros podíamos poner a dos tíos con unos pollones como trabucos, tu serías uno de ellos claro, Dick, y que estuvieran meneándosela hasta que a alguno se le acabara la munición.

En ese punto álgido del guión, yo me disculpé y me levanté para ir a al baño. Antes de entrar, atravesé un vestíbulo, en una de cuyas paredes había pintado un mural, con indios en pelotas, o con el sexo cubierto por espadas afiladas, y largas trenzas que rodeaban sus cuellos. Omnisciencia, leí, y en la parte superior vi unas manos abiertas, de las que brotaba una llamarada de fuego.

Decidí no entrar a mear, tenía que salir a la calle, sentía que me faltaba el aire, como si a mí también me estrangulara una de aquellas trenzas gruesas como cadenas, o el fuego me consumiera por dentro, algo iba a mal, era evidente, los pornógrafos me ocultaban algo, y yo quizás no quería o tenía el valor de descubrir de qué se trataba, de querer saber todo.

Eché a andar, sin rumbo fijo, me alejé del restaurante, caminé durante mucho tiempo, hasta acabar en el mismísimo ombligo del mundo, la plaza del Zócalo, por cuyas orillas estuve deambulando, entre los puestos callejeros, curioseé, sostuve entre mis manos botecitos que curaban el mal de amores, inquietantes pócimas de la santa muerte, incluso permití que un tipo en taparrabos, una especie de chamán, me purificara, meneando ante mis narices un pebetero con nopal quemado, pero nada servía para calmar mi ansiedad, todo era falso, mentira, en cuanto daba una vuelta y regresaba sobre mis pasos me encontraba con el sacerdote azteca, despojado de sus abalorios y enfundado en un camiseta con el anagrama de Nike, o a los curanderos rellenando sus tarros con hierba que arrancaban de los jardines más próximos.

¿Qué podía hacer? Tal vez ya era tarde para echarme atrás, así que, decidí entrar al Palacio Nacional, a ver el mural que Diego Rivera había pintado junto a una de las escaleras de entrada. Fue una buena idea, eso me tranquilizó un poco, el mural era, tal y como había dicho la teutona, impresionante, en él estaba el México precolombino, el de los corazones humanos ofrecidos a los dioses, y los conquistadores españoles, sus rostros terribles de color verde, como si fueran extraterrestres, o los hombres barbados de la profecía, con sus armaduras resplandecientes, sus espadas ensangrentadas y sus bolsas con monedas; y Emiliano Zapata exigiendo “Tierra y Libertad”; y Karl Marx, con la primera página del manifiesto comunista…

No quise ni imaginar qué podía ocurrírseles a los pornógrafos al ver todo aquello, Trostky arrancando con los dientes las bragas de seda de María Félix, Chavela Vargas meando cerveza michelada en el vaso de Salinas de Gortari, Moctezuma untándose el pito en un bote de guacamole y chile y ofreciéndoselo como un sacrificio humano a Yuri una maldita primavera, yo convertido en Moctezuma, en Salinas de Gortari, en Trostky, en Diego Rivera, Diego Rivera dibujando con su brocha todas aquellas escenas, o rompiendo con ella todos los huesos de su Frida, cuando no estuviera inspirado, y reconciliándose, cosiéndole las heridas con la lengua, comprándole tequila, Diego Rivera, en fin, con la picha en carne viva, escocida, recubierta de sal y gotas de limón…

No sabía si tendría fuerzas para todo aquello, estaba terriblemente cansado, desorientado. Decidí volver al hotel. Por suerte, al pedir la llave me dieron las de otra habitación distinta a la de la noche anterior. Mi propia habitación. Pero apenas me hube tumbado en la cama, llamaron a la puerta. Era Lola.

-La encontrarás en Garibaldi- dijo.

-¿Qué?

-A Janis, la encontrarás si preguntas por ella a los mariachis de la plaza Garibaldi.

Me quedé paralizado durante unos instantes, sentí que todo se detenía, la lluvia que circulaba por mis venas, la música y el ruido de motores que subía desde la calle, las balaceras en los cruces peligrosos, la lluvia ácida y la lluvia de pájaros muertos, el dolor, la soledad, dios acariciándose el sexo mientras miles de hombres y mujeres morían injustamente… Y después, abracé a Lola, y rompí a llorar. Lola también lloraba.

-¿Te importa que me quede aquí esta noche?- me preguntó


-Claro que no– le contesté.

Y se acostó en la cama, y yo con ella, pegué mi pecho a su espalda y la acaricié, sequé mis lágrimas en la arena de su piel, y le ayudé a vaciar las suyas, Lola estuvo llorando durante muchas horas, como si esas lágrimas fueran todo el tequila que se había bebido en los últimos meses, o la sangre de esa otra mujer que había fingido ser, y solo cuando se quedó dormida, profunda, reparadoramente, como una niña, yo salí de la habitación y pedí un taxi que me llevara a la Plaza Garibaldi.

Tequila, sal y limón (y un chorizo de Pamplona).


Pero en México DF, nada más bajar del avión, me encontré con un semáforo en rojo, frente al cual, además,  tuve que comerme  de una tacada un chorizo de Pamplona enterito. 

Eso –lo del semáforo- era el modo en que controlaban la entrada de viajeros al país, te colocabas delante de él y pulsabas un botón, si salía verde podías pasar, si salía rojo, registraban tu equipaje; la luz roja se encendía una vez por cada siete u ocho que lo hacía la verde, a mí, por supuesto, me tocó roja, y al abrir la mochila apareció el chorizo (que me dio pena tirarlo a una papelera), eso fue todo, no había nada más que declarar, pero ya entonces supe que aquello era una señal, algo premonitorio.

Los pornógrafos alemanes vinieron a buscarme al aeropuerto y el encuentro fue bastante confuso: empecé a llorar sin control en cuanto los vi, pero fue por culpa de la polución –Mexico DF era una de las ciudades más contaminadas del mundo-, los ojos me picaban terriblemente y no había manera de parar unas lágrimas que abrían surcos como si lo hiciera el filo oxidado de una navaja,  ellos, sin embargo, creyeron que me alegraba de verlos, y yo no aclaré nada, sobre todo cuando la pornógrafa me abrazó y sentí sus tetas como jarras de cerveza, hacía demasiado calor como para rechazarlas, en realidad me hubiera gustado beber de aquellos cántaros hasta perder el control y olvidar nuestras cuentas pendientes, enroscarnos por los hombros y brindar por los viejos tiempos y por los viejos amigos  (ellos, después de todo, me habían descubierto, me habían iniciado en el mundo del porno, supongo que debía estarles agradecido) pero me contuve, del mismo modo que no pregunté todavía por Janis, tenía miedo de que mi negra no me recordara, o me rechazara, o hubiera cambiado, me alivió incluso que no hubiera venido al aeropuerto, y entonces sí que comencé a llorar de verdad, sentía que por primera vez, de algún modo, renegaba de ella, que quizás había recorrido miles de kilómetros y luego no tuviera el valor, la fuerza para dar un pequeño paso al frente, sí, ahora mis lágrimas eran algo más que monóxido de carbono licuado, pero entonces la teutona me apartó de sus pechos caudalosos y me ofreció un colirio, “es por el smog ¿verdad?”, dijo, y tuve la sensación de que no nos íbamos a entender.

Los alemanes me condujeron hasta el hotel Isabel la Católica, por la zona del Zócalo. Por el camino no hablamos mucho, ellos porque eran de natural herméticos y yo porque se me pusieron de corbata, viendo el tráfico salvaje y al pornógrafo pisando los pedales del coche con sus sandalias resbaladizas, empapadas del sudor que destilaban sus inevitables calcetines de monte.

-Aquí no voy a parar porque el otro día le pegaron un tiro a uno en la cara para robarle un diente de oro –fue lo único que dijo él durante todo el trayecto, mientras atravesaba, sin detenerse, un cruce y dejaba tras de sí una estela de faros y guardabarros que saltaban por los aires.

-Le sonrió a un atracador que iba disfrazado de payaso y ¡pum! –terminó la historia ella, amartillando sus dedos como si fueran un revólver.

Y luego  los dos al unísono:

-¡Bienvenido a México DF, pendejo!

Nada más.

A pesar de todo, la parquedad de los germanos era algo que me gustaba, iban al grano, y de hecho, en el hotel –de estilo colonial, con un bonito patio interior- tenían preparada una sorpresa para mí.

Al abrir la puerta de la habitación me recibió un olor a alcohol, coño sudado y flores recién cortadas, y una música, un max-mix de mariachi, reggae y cumbia que trepaba como una enredadera desde una ventana abierta, mezclada con un  barullo lejano de vendedores ambulantes -¡chicharrones, elotes!-, televisores encendidos y la respiración sofocante y babosa de los aparatos de aire acondicionado, pegados a la pared exterior del hotel. Por el suelo de la habitación, vi desparramados pétalos de rosa, litografías de Diego Rivera y otros muralistas, y un sendero de ropa (unas sandalias, una falda con volantes, una braga arrugada y minúscula y levemente sucia de flujo, como otro pétalo más… ) que conducía hasta una cama con las sábanas revueltas, sobre la que me esperaba tumbada  y desnuda, la hija de los alemanes.

-Hola, Lola- le saludé. –Estás muy guapa - dije, señalando las dos trenzas, gruesas y doradas, con las que se había peinado.

Pero mentí. La encontré  muy desmejorada. Supongo que tenía mucho que ver la botella de tequila que reposaba entre sus muslos y que parecía haberse pimplado casi entera, a juzgar por la sonrisa pánfila que se le dibujó al verme y la voz pastosa con que pronunció mi nombre –‘Dick’, dijo primero, como si tuviera hipo, y luego ‘Grande’, eructando el apellido-,  pero observé además que sus piernas, aquellas columnas de carne como mármol rosado, se habían resquebrajado, que las cruzaban varias cicatrices rojas, de heridas recientes, apenas cerradas, y que sus ojos eran dos animales agazapados tras unas cejas asilvestradas, o mejor una sola ceja, como una espiga de trigo que cruzaba su frente.

-Ya está aquí el cuate de la brocha de oro- añadió Lola, y de su garganta brotó como un pájaro herido y desorientado una carcajada, que me golpeó en la frente con una de sus alas rotas. 

Fue apenas un momento:  Lola se levantó tambaleándose de la cama, intentó abrazarme y me arrastró consigo en la caída.  Algo desconcertado, intenté zafarme, braceé en el aire,  pero cuando volví a abrir los ojos, estaba tumbado en el colchón y el pornógrafo me apuntaba con su cámara de vídeo.

No, desde luego en aquella familia no perdían el tiempo, en cuanto a mí quizás me hubiera gustado ducharme antes, ir al baño (tenía el estómago algo revuelto), pero por otra parte pensé que llevaba ya demasiado tiempo parado, durmiendo en la estación y que había que subirse al tren, al primer tren que pasara, cuanto antes. Aunque la maquinista estuviera ciega. Aunque yo fuera un polizonte –o precisamente por ello-.

Además, había caído en una buena postura, con mi cabeza entre las dos nalgas de Lola –que quedó boca abajo, con su cara a solo unos centímetros de mi entrepierna- y me sentí afortunado de volver a ver aquel culo colosal, como una plaza de toros, con su piel de arena cálida y dorada, sobre la que a que uno no le importaría morir desangrado, o apuntillado por la bufa que Lola dejó escapar, un pedo traicionero de señorita, como si pretendiera apagar con él una tarta de cumpleaños, pero que olía a pólvora y aguardiente, un cuesco travieso y borrachín que Lola celebró, riendo de nuevo a carcajadas, y dejando que estas revolotearan en mi regazo, aquellas carcajadas como una lluvia de pájaros moribundos que cayeron finalmente dentro de mi bragueta, en donde sentí que los dedos temblorosos y torpes de Lola trataban de rematarlos, y cómo era mi propio animal quien finalmente lo hacía, emergiendo como un halcón majestuoso, ¡ohhhh, bravo! escuché a mis espaldas a la teutona, sí, mi polla era un diamante luminoso, una locomotora de vapor, un toro embistiendo el burladero, y yo… yo volvía a ser de nuevo Dick Grande, eso era lo que me decía, mientras Lola me masturbaba con la mano tonta, y espolvoreaba sal en mi glande, destripaba sobre él un limón, sí, el puto Dick Grande, me repetía, y Lola levantaba su botella de tequila, y bebía a morro de ella, y yo veía que el licor atravesaba su garganta de arriba abajo como una cuchillada, y cómo finalmente ella se inclinaba para curar la herida chupando la sal y el limón y el chorro de esperma que brotaba de mi interior, y que se extendía sobre su cara, quebrando en dos la espiga de su entrecejo, y sobre sus piernas, reduciendo las cicatrices que las cubrían a un borrón de tinta roja, y sobre sus párpados, sellándolos para que Lola durmiera, al fin, la mona…

Después, yo rendido, satisfecho, también caí a su lado, sobre el colchón, pero antes de quedarme dormido, sentí una bola de fuego que brotaba de mi estómago, me atravesaba el pecho y finalmente salía de mí como un relámpago -con su correspondiente trueno que hacía temblar las paredes- y durante unos segundos envolvía en una llamarada la habitación y dejaba flotando en el aire, como un espíritu que se resignaba a desvanecerse, un olor intenso, inconfundible, a chorizo de Pamplona.

domingo, 10 de mayo de 2009

LAS DIMENSIONES DEL PROBLEMA


-… y ahora dice que se va a México, yo ya no sé qué hacer con este hijo mío, está claro que le han comido el seso, los de la secta esa, todo el día encerrado, viendo películas cochinas, está irreconocible, fíjate que ya ni oye la música esa de ruido y rocanrol, solo esas películas, de pelanduscas, que yo ya ni entro ni salgo a su cuarto, le dejo la comida y la ropa limpia en la puerta y santaspascuas, no vaya a ser que vea algo que no quiero ver, como el otro día, menudo, susto, y mira que le he cambiado el pañal veces cuando era niño…

Mi madre me ponía la cabeza como un bombo, todo el día hablando con sus amigas por teléfono, bien pegada a la puerta de mi habitación, eso sí, para que yo le oyera y supiera que “cualquier día llamo al médico ese de los nervios que me han recomendado una de la parroquia”…

Sí, tenía que largarme cuanto antes de Pamplona, antes de que ella apareciera en casa con un psiquiatra-exorcista de la Clínica Universitaria, o lo que era peor –y más probable- con sus compañeras de las partidas de chinchón o de la catequesis, aquellas cotillas a las que había hecho partícipes de las dimensiones de mi problema. Por suerte, yo ya tenía mi billete de avión para México, y ahora no había marcha atrás, me daba lo mismo que mi decisión la hubiera tomado agarrándome a un clavo ardiendo.

Después del concierto de fiestas de la Txantrea, volví, en efecto, a reducir el mundo al tamaño de mi habitación, decidí que solo saldría de allí para largarme a otra ciudad, otro país, otro planeta y hacer lo que mejor sabía hacer, lo que me decían las cintas de vídeo en las que, en una especie de viaja astral, me veía como si fuera otra persona,  yo mismo me sorprendía del entusiasmo con el que chingaba, cada escena parecía un regalo inesperado, una vida extra antes del game over, y mi polla más grande y más dura, no aquello no era un problema, era una solución, la llave para escapar, yo había nacido para eso, tenía un don y no podía desaprovecharlo, tenía que volver a hacer películas, no debía despistarme, lo del grupo de porno-rock había sido un error, un fracaso, con él no había futuro, por mucho que fuéramos un grupo punk y dijera lo que dijera Mamen, “pero sí ha estamos hasta en la sopa”, y era verdad, pero también que nos habían puesto a caldo en todos los periódicos, proetarras, nos llamaban en el Diario de Navarra, y en el Bat, bi, hiru, de Egin escribieron que nuestro espectáculo era falócrata y casposo, "una españolada "….

Demasiados enemigos -como en la canción de Eskorbuto- y solo dos cejas para que, en los conciertos, me las abrieran arrojándome mecheros con el logo de HB o con monedas con la cara de Franco.

-Tú haz lo que quieras, por mí puedes seguir con el grupo, pero la polla la tendrá que poner otro- le dije a Mamen, y le deseé suerte, me dio pena no haber podido penetrar en su interior, como un pequeño espeleólogo, descubrir qué escondía en las simas de su corazón, yo no sabía ahora-ahora que ella se empeñaba en seguir adelante contra viento y marea con el grupo- si era una auténtica revolucionaria, una francotiradora en su lucha contra el sistema, un soldado abandonado en una isla del Pacífico que no se había enterado de que aquella guerra había terminado hacía ya mucho tiempo, o si Mamen solo buscaba la fama, a cualquier precio, por la vía rápida del escándalo; en cualquier caso era valiente, y testaruda, casi tanto como yo, quién sabe, quizás algún día volviéramos a cruzar nuestros caminos y entonces podría metérsela hasta el fondo.

Pero ahora, la decisión estaba tomada, volvería al porno puro y duro, solo faltaba que el teléfono volviera a sonar.

-No hay que despistarse, a veces si uno no se sube al tren en el momento preciso, se tiene que quedar a dormir en la estación para siempre- me decía Bardamu, al que llamé para que hiciera saber que yo estaba otra vez en el negocio.

-Ya, Bardamu, pero yo tengo un billete preferente, de primera clase, un diamante tallado entre las piernas, ¿recuerdas?- le decía.

(Y no me extrañaba que oyendo esos diálogos mi madre pensara que me había hecho de una secta).

-Está bien, veré si puedo hacer algo, pero la cosa está muy jodida - contestaba Bardamu, y su voz ya no me sonaba como la de un padre adoptivo, sino como la de un pariente muy lejano, para el que me había convertido en una carga.

Pasé, pues, dos o tres semanas muy malas, todo el mundo parecía haberse olvidado de mí, y eso que yo volvía a estar dispuesto a cualquier cosa, me iría a Ibiza o Lanzarote con aquellos directores holandeses o daneses de medio pelo, no diría nada cuando el hotel de cinco estrellas del que me habían hablado al leerme el contrato se convirtiera en un apartamento al que no llegaba la presión de la ducha, ni cuando descubriera que en realidad no había contrato, “esto es porno amateur, amigo”, cualquier cosa antes de que mi madre volviera a entrar en mi habitación y me pillara pelándomela, como a un adolescente de catorce años.

Pero el teléfono no sonaba, o solo llamaban las petardas de las amigas de mi madre, “ay, sí, chica, qué pena de hijo”, yo estaba desesperado, y además Bardamu ya ni siquiera me mandaba cheques, me veía otra vez barriendo, chupando frío, convertido en parte del mobiliario de esta ciudad sin primavera y sin milagros, cuando, de repente, el teléfono volvió a sonar, como una campana triunfal que convirtió mi picha en el badajo que la golpeaba, repicando de nuevo a la vida. Y eso que al principio, la voz, las dos voces que escuché al otro lado del hilo, me dejaron muerto.

-¿Dick? ¿Dick Grande?

Eran los pornógrafos alemanes. Sentí ganas de colgar, o de mandarlos a la mierda y colgar, pero no sé muy bien por qué razón–o tal vez sí- dejé que hablaran, que se excusaran, que se pusieran en evidencia, quería mirarlos desde arriba, verlos patalear, como insectos volteados, moviendo desesperados sus patitas, a los que podía aplastar con un simple movimiento, sin apenas esforzarme, solo colgando el teléfono, me sentía muy superior a ellos, pero de repente aquellos bichitos dieron un brusco giro y me tuvieron a su merced, pronunciando una sola palabra que se me clavó como un aguijón venenoso, México DF, dijeron, iban a rodar una película en México DF, había oído bien, y querían que yo fuera el protagonista, “hemos seguido tu carrera con Bardamu, nos alegra que estés todavía en el underground, son películas muy interesantes, arte, nosotros también continuamos por ese camino, y ahora vamos a rodar una biopic sobre Diego Rivera, aquí en México DF”, México DF, eso era lo único que yo escuchaba, ellos seguían con sus explicaciones, “un gran fresco porno, como uno de sus murales, los aztecas, la conquista, la revolución…”, pero yo no les hacía caso, ni me preguntaba en qué me parecía yo, que era un tirillas, al gran –en todos sus sentidos- Diego Rivera, daba lo mismo, en realidad ya sabía que aceptaría su oferta, habían dicho México DF, y cada vez que oía el nombre de esa ciudad, me devolvía el eco de otro nombre, Janis, Janis, mi negrita, Mexico DF, Janis estaba allá, su amiga la muda, lo había dicho: Janis, al menos,  le escribió desde alla, desde Mexico DF, oh, Janis, mi Janis, esa era la razón por la que había dejado hablar a los pornógrafos, la razón de mi vida, su motor, mi alimento, Janis, Janis…

-...Janis- pronuncié su nombre en voz alta.

-¿Perdón?

-Janis, ¿aparecerá también en la película?

-¿Janis?

-Si, Janis, Janis, la de Mcpolla, en La Habana…

-Oh, claro, Janis, sí, por supuesto…

Así que era cierto, ella estaba en México DF, todavía continuaba allá, yo solo tenía que decir sí, y por fin podría volver a verla, los pornógrafos alemanes me enviarían un billete de avión y estaría otra vez a su lado.

-Sí, sí, claro-acepté, y comprendí entonces todo aquello que me había sucedido durante los últimos meses, por qué me habían echado de Manila con una patada en el culo, por qué me habían partido la ceja en el concierto de fiestas de la Txantrea, por qué las amigas de mi madre me habían desgarrado las tripas -y yo me había cagado en ellas mil veces- cada vez que llamaban por teléfono… todo aquel dolor era necesario, era el camino que me conducía hasta Janis, sin él nunca la habría vuelto a encontrar, sí, aquella era la única salida, adiós, Pamplona, agur, agur t’erdi, y... ¡que viva México, cabrones!

martes, 5 de mayo de 2009

Breve auge y caída del porno-rock radikal vasco



En nuestro debut, en el concierto de la Txantrea, no pudimos estar mejor acompañados, tratándose de un grupo de porno-rock, pues nos pusieron de teloneros de La Polla Records y de Cicatriz en la Matriz. Supongo que más por ellos que por nosotros, cuando empezamos a tocar las txoznas estaban abarrotadas, yo miraba entre bambalinas –a través de una enorme ikurriña con el anagrama de las Gestoras Pro-Amnistía, que tapaba, a modo de telón, el escenario- y veía una jungla de cuero y tachuelas, con katxis de cerveza que la sobrevolaban y señales de un humo espeso y con un olor que alimentaba elevándose hacia el cielo y llamando a la revolución o a un pedo colectivo, no lo sabía muy bien.

Desde esa perspectiva daba un poco de acojone, pero nosotros también teníamos un as en la manga, y arrancamos nuestra actuación con “Quiero matar a polvos a un concejal de UPN”, la polémica canción de Las Perras en Celo. En ella yo salía vestido, de cintura para arriba, con el traje de roncalés de la corporación municipal, con su chistera y todo, y,  de cintura para abajo únicamente con una bandera de Navarra en plan pareo, cuyo escudo golpeaba con mi maza, como si fuera el mismísimo Sancho el Fuerte rompiendo las cadenas en la batalla de las Navas de Tolosa.

Mamen, de vez en cuando se acercaba a mí, ponía el culo en pompa y sacaba lustre al cuero de sus pantalones perfectamente ajustados, frotándose contra la bandera, tal y como habíamos ensayado en la bajera, pero ahora además, y eso no entraba en el guión, de vez en cuando agarraba mi cachiporra y la apretaba con fuerza, e incluso en una ocasión hasta se agachó y le pegó un pequeño mordisco, como una auténtica perra en celo.

La cosa prometía.

Cuando acabamos el tema apenas hubo algunos aplausos, se escuchó algún silbido a lo lejos, y después se impuso un murmullo de risas nerviosas y cuchicheos. El público estaba desconcertado, eso era bueno, pero por desgracia rápidamente un grupo de enterados interpretó nuestro mensaje de una manera algo retorcida y empezó a corear goras a ETA.

- En ETA no se folla- les corté yo, acercándome al micrófono.

Hubo algunas risas tímidas, primero, después un silencio tenso, pero después ellos volvieron a la carga:

-¡Gora… ETA… mi-li-ta-rra!

Así que arrancamos con el segundo tema, Paradise by the Dashboard Light. Yo entré algo desafinado y a destiempo, porque tuve que esquivar un par de vasos de vino peleón, rojo como la sangre, que me arrojaron desde abajo, pero en cuanto Mamen comenzó a cantar me tranquilicé, su voz sonaba más turbadora y sucia que nunca, y además esa noche estaba como un tren, la muy guarra se había comprado ropa, esos pantalones que le sentaban tan bien, una camiseta de The Who ajustada, que marcaba sus pechos como dos naves nodrizas del rocanrol, la cara maquillada con pinturas de guerra…

No pude evitarlo: cuando llegó la parte instrumental me fui hacia ella hecho un toro, y Mamen, por su parte, entró a matar con su lengua como una espada. Comprendí entonces que se había estado reservando para ese momento, que ya no me haría esperar más. El paraíso se podía ver a la luz de aquel salpicadero gigante que era el escenario –sobre el que por cierto, continuaban cayendo vasos, más katxis…-.

Iñigo Larrainzar recibe la pelota en la banda, la toca, una dos, tres veces, rompe la cintura de su defensor...- escuché el speak de uno de los cachorritos pajilleros a mis espaldas, mientras Mamen me besaba con furia, con hambre, clavaba sus uñas en mi espalda, rasgaba la bandera, empuñaba desafiante el mástil- …la cuelga hacia el área, ahí está el Cuco Ziganda, como me gusta, ah, cómo me gusta, puede llegar el gol, por fin puede llegar el gol, chuta y… 

Y nada, de repente, sentí un impacto, justo en la misma ceja que me había abierto uno de aquellos putos mozorros, en el bar Toki Leza.

Caí redondo al suelo, boca a arriba, y desde esa posición, fue solo un instante, pero pude ver un cielo cubierto de litronas, piedras, cartones de vino, como si un ejército de arqueros hubiera disparado al mismo tiempo hacia el escenario. ¿Por qué?, me dio tiempo a preguntarme, y pensé en que aquello tenía que ver con el hecho de que yo me acaba de convertir en un traidor a la patria vasca, sí, pero sobre todo con la misma razón por la que durante los sanfermines los mozopeñas irrumpían en las fiestas de los clubs deportivos privados, se subían al escenario y, tras llevárselos por la fuerza, tiraban a la piscina a Los Pecos o a cualquier otro guaperas  por el que sus novias los hubiera abandonado esa noche –el resto de las noches, les daba lo mismo-; no, eso no estaba bien, exponer a la vista de todos sentimientos como el amor, el afecto, acariciarse, o acariciar una guitarra, era algo impúdico, incómodo, eso tenía que guardárselo uno para sí mismo, rumiarlo, como mucho vomitarlo convertido en otra cosa, en furia, en fe, en fuerza bruta, en fuego, todas con efe, como follar, ah, follar no, que estamos en Pamplona, en la vieja Iruña, aquí ni se folla ni se perdona a los demás que follen, o sea, que yo me merecía que aquella botella de pacharán Zoco que se dirigía directamente a mi cara reventara esta, me desfigurara, me dejara marcado por los restos, para que la tribu supiera que había renegado de ella.

Todo eso era lo que estaba pensando, tirado, inmóvil, durante aquellos dos o tres segundos, después, por suerte, reaccioné a tiempo, rodé sobre mí mismo por aquel tablado albardado de lapos y tintorro, hasta esconderme detrás de la gran ikurriña y conseguí que esta me amnistiara de las flechas.

Una vez allí vi que Mamen y sus cachorrillos pajilleros ya habían conseguido refugiarse tras el telón y se habían ido directos a por una tipa de la comisión de fiestas, que reconocí enseguida, era mi compañera de los tiempos en que era barrendero, “joder, pero si es que es normal, esto es un espectáculo bochornoso, sexista, antirrevolucionario”, la oí disculpar a los cafres que nos intentaban lapidar, estaba claro que no tenía muchas intenciones de dar la cara por nosotros, pero pensé que a mí me debía un favor, aquel cargamento de bragas de segundo coño que me había encomendado para llevar a Cuba, así que me fui hacia ella, “vamos a seguir tocando, me importa tres cojones la independencia de Euskal Herria o si tú caparías a todos los hombres del mundo”, le iba a soltar, pero justo en ese momento se escucharon dos o tres estallidos huecos, y casi inmediatamente, gritos, carreras, contenedores volcados…

-Joder, los que faltaban, los txakurras- dijo mi excompañera, y salió por patas…

Nosotros nos quedamos por un momento paralizados, aterrados, ¿qué se suponía que debíamos de hacer ahora, echar a correr también y abandonar nuestro equipo, las guitarras, la batería, la chistera que yo había perdido haciendo la croqueta sobre el escenario? ¿A por quién iban los antidisturbios, a por nosotros o a por los jarraitus?… Todas las dudas se disiparon en cuanto vimos la primera furgoneta de policía, de la que bajaron en plan hombres de Harrelson una docena de agentes, uno sabía perfectamente cómo tenía que reaccionar en ese momento, era puro instinto de supervivencia, solo había una respuesta: echar a correr. Las pelotas de goma, los botes de humo, no hacían preguntas, no tenían ojos, eran casi como los jueces y los periodistas, si uno de aquellos maderos te cogía primero te iba a inflar a hostias y después, si te metía al furgón, no te ibas a convertir en una víctima de la violencia policial, o en uno que pasaba por ahí, no, ibas a ser para todo tu vida un terrorista, un violento, uno de los de siempre…

Así que, sálvese quién pueda, yo bajé por la parte de atrás del escenario y zingué por un trigal que allá había, no era el único que había tenido esa idea, vi a gente tirada cuerpo a tierra, algunos de ellos con las cabezas abiertas, o los brazos rotos, grupos de dos o tres encapuchados que aparecían de repente con un cocktail molotov y lo arrojaban, trazando una estela de fuego en el cielo, sirenas azules de furgones de policía que se internaban en el campo… Aquello parecía una de aquella películas de Vietnam y de hecho, al cabo de unos minutos, se oyó a lo lejos el flip-flip de unas hélices y apareció un helicóptero, proyectando una gran haz de luz.

Estuve intentando salir de aquel infierno dos o tres horas, a veces tenía que esconderme del reflector, tumbado contra el suelo, y otras de los grupos de más de dos o tres gudaris de barrio que veía deambulando por el trigal, pues tenía miedo de que me reconocieran y me aplicaran una purga cultural –por llamarla de algún modo- .

Por fin, a través de campos y huertas, conseguí salir hasta una carretera y llegar a mi portal, con carreritas cortas, escondiéndome detrás de árboles, contenedores, incluso dentro de ellos, una vez que vi venir a lo lejos un coche Z…

Al entrar en casa, mi madre, por suerte, no se despertó. Agotado, entré a mi habitación me tumbé en la cama y rompí a llorar como un niño. Me pregunté qué habría pensado ella si me si me llega a ver con aquellas pintas, vestido con el traje de roncalés y la bandera de Navarra enrollada en la cintura, la cara cubierta de una costra de sangre seca y el pelo salpicado de mondas de patata… Sentí primero lástima y vergüenza de mí mismo, y después rabia, odio… Aborrecía aquella ciudad, a sus mozorros ultras disfrazados de profesores de ética, a sus revolucionarios de picha fláccida, pura carcundia agujereada con aros y lauburus como polillas en las orejas, detestaba Pamplona, aquella pequeña cárcel, húmeda, gris, fría, de la que era imposible salir: cuando uno estaba lejos de ella no podía dejar de sentirse un fugitivo, sabía que algún día tendría que volver, que alguien, algo le atraparía, le haría volver, la familia, o los garrotes de chocolate, los chandríos de Pastas Beatriz, y cuando volvía se daba cuenta de que regresar era irse - eso no era mío, lo había leído en un libro de Maria Luisa Elío, una pamplonesa a quien García Márquez le dedicó Cien años de soledad, pero aquí nadie lo sabía, como nadie sabía quién era Dick Grande, y si llegaran a saberlo algún día se avergonzarían de mí, me fusilarían con katxis rebosantes de kalimotxo como sangre espesa , con titulares como sentencias del Diario de Navarra, con balas de plata ungidas en agua bendita o con 9 milímetros parabellum-, así que yo también tenía que irme, La Gran Perra en Celo, Dick Grande y sus cachorrillos pajilleros eran ya historia, humo, nada, y yo tenía que escapar, intentarlo otra vez, no podía hacer otra cosa, era mi naturaleza, y es que, le pesara a quien le pesara, a mí todavía se me seguía poniendo dura.

domingo, 3 de mayo de 2009

sábado, 2 de mayo de 2009

CACHO CARNE



viernes, 1 de mayo de 2009

¡DOLOROSA LEPROSA!