martes, 5 de mayo de 2009

Breve auge y caída del porno-rock radikal vasco



En nuestro debut, en el concierto de la Txantrea, no pudimos estar mejor acompañados, tratándose de un grupo de porno-rock, pues nos pusieron de teloneros de La Polla Records y de Cicatriz en la Matriz. Supongo que más por ellos que por nosotros, cuando empezamos a tocar las txoznas estaban abarrotadas, yo miraba entre bambalinas –a través de una enorme ikurriña con el anagrama de las Gestoras Pro-Amnistía, que tapaba, a modo de telón, el escenario- y veía una jungla de cuero y tachuelas, con katxis de cerveza que la sobrevolaban y señales de un humo espeso y con un olor que alimentaba elevándose hacia el cielo y llamando a la revolución o a un pedo colectivo, no lo sabía muy bien.

Desde esa perspectiva daba un poco de acojone, pero nosotros también teníamos un as en la manga, y arrancamos nuestra actuación con “Quiero matar a polvos a un concejal de UPN”, la polémica canción de Las Perras en Celo. En ella yo salía vestido, de cintura para arriba, con el traje de roncalés de la corporación municipal, con su chistera y todo, y,  de cintura para abajo únicamente con una bandera de Navarra en plan pareo, cuyo escudo golpeaba con mi maza, como si fuera el mismísimo Sancho el Fuerte rompiendo las cadenas en la batalla de las Navas de Tolosa.

Mamen, de vez en cuando se acercaba a mí, ponía el culo en pompa y sacaba lustre al cuero de sus pantalones perfectamente ajustados, frotándose contra la bandera, tal y como habíamos ensayado en la bajera, pero ahora además, y eso no entraba en el guión, de vez en cuando agarraba mi cachiporra y la apretaba con fuerza, e incluso en una ocasión hasta se agachó y le pegó un pequeño mordisco, como una auténtica perra en celo.

La cosa prometía.

Cuando acabamos el tema apenas hubo algunos aplausos, se escuchó algún silbido a lo lejos, y después se impuso un murmullo de risas nerviosas y cuchicheos. El público estaba desconcertado, eso era bueno, pero por desgracia rápidamente un grupo de enterados interpretó nuestro mensaje de una manera algo retorcida y empezó a corear goras a ETA.

- En ETA no se folla- les corté yo, acercándome al micrófono.

Hubo algunas risas tímidas, primero, después un silencio tenso, pero después ellos volvieron a la carga:

-¡Gora… ETA… mi-li-ta-rra!

Así que arrancamos con el segundo tema, Paradise by the Dashboard Light. Yo entré algo desafinado y a destiempo, porque tuve que esquivar un par de vasos de vino peleón, rojo como la sangre, que me arrojaron desde abajo, pero en cuanto Mamen comenzó a cantar me tranquilicé, su voz sonaba más turbadora y sucia que nunca, y además esa noche estaba como un tren, la muy guarra se había comprado ropa, esos pantalones que le sentaban tan bien, una camiseta de The Who ajustada, que marcaba sus pechos como dos naves nodrizas del rocanrol, la cara maquillada con pinturas de guerra…

No pude evitarlo: cuando llegó la parte instrumental me fui hacia ella hecho un toro, y Mamen, por su parte, entró a matar con su lengua como una espada. Comprendí entonces que se había estado reservando para ese momento, que ya no me haría esperar más. El paraíso se podía ver a la luz de aquel salpicadero gigante que era el escenario –sobre el que por cierto, continuaban cayendo vasos, más katxis…-.

Iñigo Larrainzar recibe la pelota en la banda, la toca, una dos, tres veces, rompe la cintura de su defensor...- escuché el speak de uno de los cachorritos pajilleros a mis espaldas, mientras Mamen me besaba con furia, con hambre, clavaba sus uñas en mi espalda, rasgaba la bandera, empuñaba desafiante el mástil- …la cuelga hacia el área, ahí está el Cuco Ziganda, como me gusta, ah, cómo me gusta, puede llegar el gol, por fin puede llegar el gol, chuta y… 

Y nada, de repente, sentí un impacto, justo en la misma ceja que me había abierto uno de aquellos putos mozorros, en el bar Toki Leza.

Caí redondo al suelo, boca a arriba, y desde esa posición, fue solo un instante, pero pude ver un cielo cubierto de litronas, piedras, cartones de vino, como si un ejército de arqueros hubiera disparado al mismo tiempo hacia el escenario. ¿Por qué?, me dio tiempo a preguntarme, y pensé en que aquello tenía que ver con el hecho de que yo me acaba de convertir en un traidor a la patria vasca, sí, pero sobre todo con la misma razón por la que durante los sanfermines los mozopeñas irrumpían en las fiestas de los clubs deportivos privados, se subían al escenario y, tras llevárselos por la fuerza, tiraban a la piscina a Los Pecos o a cualquier otro guaperas  por el que sus novias los hubiera abandonado esa noche –el resto de las noches, les daba lo mismo-; no, eso no estaba bien, exponer a la vista de todos sentimientos como el amor, el afecto, acariciarse, o acariciar una guitarra, era algo impúdico, incómodo, eso tenía que guardárselo uno para sí mismo, rumiarlo, como mucho vomitarlo convertido en otra cosa, en furia, en fe, en fuerza bruta, en fuego, todas con efe, como follar, ah, follar no, que estamos en Pamplona, en la vieja Iruña, aquí ni se folla ni se perdona a los demás que follen, o sea, que yo me merecía que aquella botella de pacharán Zoco que se dirigía directamente a mi cara reventara esta, me desfigurara, me dejara marcado por los restos, para que la tribu supiera que había renegado de ella.

Todo eso era lo que estaba pensando, tirado, inmóvil, durante aquellos dos o tres segundos, después, por suerte, reaccioné a tiempo, rodé sobre mí mismo por aquel tablado albardado de lapos y tintorro, hasta esconderme detrás de la gran ikurriña y conseguí que esta me amnistiara de las flechas.

Una vez allí vi que Mamen y sus cachorrillos pajilleros ya habían conseguido refugiarse tras el telón y se habían ido directos a por una tipa de la comisión de fiestas, que reconocí enseguida, era mi compañera de los tiempos en que era barrendero, “joder, pero si es que es normal, esto es un espectáculo bochornoso, sexista, antirrevolucionario”, la oí disculpar a los cafres que nos intentaban lapidar, estaba claro que no tenía muchas intenciones de dar la cara por nosotros, pero pensé que a mí me debía un favor, aquel cargamento de bragas de segundo coño que me había encomendado para llevar a Cuba, así que me fui hacia ella, “vamos a seguir tocando, me importa tres cojones la independencia de Euskal Herria o si tú caparías a todos los hombres del mundo”, le iba a soltar, pero justo en ese momento se escucharon dos o tres estallidos huecos, y casi inmediatamente, gritos, carreras, contenedores volcados…

-Joder, los que faltaban, los txakurras- dijo mi excompañera, y salió por patas…

Nosotros nos quedamos por un momento paralizados, aterrados, ¿qué se suponía que debíamos de hacer ahora, echar a correr también y abandonar nuestro equipo, las guitarras, la batería, la chistera que yo había perdido haciendo la croqueta sobre el escenario? ¿A por quién iban los antidisturbios, a por nosotros o a por los jarraitus?… Todas las dudas se disiparon en cuanto vimos la primera furgoneta de policía, de la que bajaron en plan hombres de Harrelson una docena de agentes, uno sabía perfectamente cómo tenía que reaccionar en ese momento, era puro instinto de supervivencia, solo había una respuesta: echar a correr. Las pelotas de goma, los botes de humo, no hacían preguntas, no tenían ojos, eran casi como los jueces y los periodistas, si uno de aquellos maderos te cogía primero te iba a inflar a hostias y después, si te metía al furgón, no te ibas a convertir en una víctima de la violencia policial, o en uno que pasaba por ahí, no, ibas a ser para todo tu vida un terrorista, un violento, uno de los de siempre…

Así que, sálvese quién pueda, yo bajé por la parte de atrás del escenario y zingué por un trigal que allá había, no era el único que había tenido esa idea, vi a gente tirada cuerpo a tierra, algunos de ellos con las cabezas abiertas, o los brazos rotos, grupos de dos o tres encapuchados que aparecían de repente con un cocktail molotov y lo arrojaban, trazando una estela de fuego en el cielo, sirenas azules de furgones de policía que se internaban en el campo… Aquello parecía una de aquella películas de Vietnam y de hecho, al cabo de unos minutos, se oyó a lo lejos el flip-flip de unas hélices y apareció un helicóptero, proyectando una gran haz de luz.

Estuve intentando salir de aquel infierno dos o tres horas, a veces tenía que esconderme del reflector, tumbado contra el suelo, y otras de los grupos de más de dos o tres gudaris de barrio que veía deambulando por el trigal, pues tenía miedo de que me reconocieran y me aplicaran una purga cultural –por llamarla de algún modo- .

Por fin, a través de campos y huertas, conseguí salir hasta una carretera y llegar a mi portal, con carreritas cortas, escondiéndome detrás de árboles, contenedores, incluso dentro de ellos, una vez que vi venir a lo lejos un coche Z…

Al entrar en casa, mi madre, por suerte, no se despertó. Agotado, entré a mi habitación me tumbé en la cama y rompí a llorar como un niño. Me pregunté qué habría pensado ella si me si me llega a ver con aquellas pintas, vestido con el traje de roncalés y la bandera de Navarra enrollada en la cintura, la cara cubierta de una costra de sangre seca y el pelo salpicado de mondas de patata… Sentí primero lástima y vergüenza de mí mismo, y después rabia, odio… Aborrecía aquella ciudad, a sus mozorros ultras disfrazados de profesores de ética, a sus revolucionarios de picha fláccida, pura carcundia agujereada con aros y lauburus como polillas en las orejas, detestaba Pamplona, aquella pequeña cárcel, húmeda, gris, fría, de la que era imposible salir: cuando uno estaba lejos de ella no podía dejar de sentirse un fugitivo, sabía que algún día tendría que volver, que alguien, algo le atraparía, le haría volver, la familia, o los garrotes de chocolate, los chandríos de Pastas Beatriz, y cuando volvía se daba cuenta de que regresar era irse - eso no era mío, lo había leído en un libro de Maria Luisa Elío, una pamplonesa a quien García Márquez le dedicó Cien años de soledad, pero aquí nadie lo sabía, como nadie sabía quién era Dick Grande, y si llegaran a saberlo algún día se avergonzarían de mí, me fusilarían con katxis rebosantes de kalimotxo como sangre espesa , con titulares como sentencias del Diario de Navarra, con balas de plata ungidas en agua bendita o con 9 milímetros parabellum-, así que yo también tenía que irme, La Gran Perra en Celo, Dick Grande y sus cachorrillos pajilleros eran ya historia, humo, nada, y yo tenía que escapar, intentarlo otra vez, no podía hacer otra cosa, era mi naturaleza, y es que, le pesara a quien le pesara, a mí todavía se me seguía poniendo dura.