jueves, 14 de mayo de 2009

Tequila, sal y limón (y un chorizo de Pamplona).


Pero en México DF, nada más bajar del avión, me encontré con un semáforo en rojo, frente al cual, además,  tuve que comerme  de una tacada un chorizo de Pamplona enterito. 

Eso –lo del semáforo- era el modo en que controlaban la entrada de viajeros al país, te colocabas delante de él y pulsabas un botón, si salía verde podías pasar, si salía rojo, registraban tu equipaje; la luz roja se encendía una vez por cada siete u ocho que lo hacía la verde, a mí, por supuesto, me tocó roja, y al abrir la mochila apareció el chorizo (que me dio pena tirarlo a una papelera), eso fue todo, no había nada más que declarar, pero ya entonces supe que aquello era una señal, algo premonitorio.

Los pornógrafos alemanes vinieron a buscarme al aeropuerto y el encuentro fue bastante confuso: empecé a llorar sin control en cuanto los vi, pero fue por culpa de la polución –Mexico DF era una de las ciudades más contaminadas del mundo-, los ojos me picaban terriblemente y no había manera de parar unas lágrimas que abrían surcos como si lo hiciera el filo oxidado de una navaja,  ellos, sin embargo, creyeron que me alegraba de verlos, y yo no aclaré nada, sobre todo cuando la pornógrafa me abrazó y sentí sus tetas como jarras de cerveza, hacía demasiado calor como para rechazarlas, en realidad me hubiera gustado beber de aquellos cántaros hasta perder el control y olvidar nuestras cuentas pendientes, enroscarnos por los hombros y brindar por los viejos tiempos y por los viejos amigos  (ellos, después de todo, me habían descubierto, me habían iniciado en el mundo del porno, supongo que debía estarles agradecido) pero me contuve, del mismo modo que no pregunté todavía por Janis, tenía miedo de que mi negra no me recordara, o me rechazara, o hubiera cambiado, me alivió incluso que no hubiera venido al aeropuerto, y entonces sí que comencé a llorar de verdad, sentía que por primera vez, de algún modo, renegaba de ella, que quizás había recorrido miles de kilómetros y luego no tuviera el valor, la fuerza para dar un pequeño paso al frente, sí, ahora mis lágrimas eran algo más que monóxido de carbono licuado, pero entonces la teutona me apartó de sus pechos caudalosos y me ofreció un colirio, “es por el smog ¿verdad?”, dijo, y tuve la sensación de que no nos íbamos a entender.

Los alemanes me condujeron hasta el hotel Isabel la Católica, por la zona del Zócalo. Por el camino no hablamos mucho, ellos porque eran de natural herméticos y yo porque se me pusieron de corbata, viendo el tráfico salvaje y al pornógrafo pisando los pedales del coche con sus sandalias resbaladizas, empapadas del sudor que destilaban sus inevitables calcetines de monte.

-Aquí no voy a parar porque el otro día le pegaron un tiro a uno en la cara para robarle un diente de oro –fue lo único que dijo él durante todo el trayecto, mientras atravesaba, sin detenerse, un cruce y dejaba tras de sí una estela de faros y guardabarros que saltaban por los aires.

-Le sonrió a un atracador que iba disfrazado de payaso y ¡pum! –terminó la historia ella, amartillando sus dedos como si fueran un revólver.

Y luego  los dos al unísono:

-¡Bienvenido a México DF, pendejo!

Nada más.

A pesar de todo, la parquedad de los germanos era algo que me gustaba, iban al grano, y de hecho, en el hotel –de estilo colonial, con un bonito patio interior- tenían preparada una sorpresa para mí.

Al abrir la puerta de la habitación me recibió un olor a alcohol, coño sudado y flores recién cortadas, y una música, un max-mix de mariachi, reggae y cumbia que trepaba como una enredadera desde una ventana abierta, mezclada con un  barullo lejano de vendedores ambulantes -¡chicharrones, elotes!-, televisores encendidos y la respiración sofocante y babosa de los aparatos de aire acondicionado, pegados a la pared exterior del hotel. Por el suelo de la habitación, vi desparramados pétalos de rosa, litografías de Diego Rivera y otros muralistas, y un sendero de ropa (unas sandalias, una falda con volantes, una braga arrugada y minúscula y levemente sucia de flujo, como otro pétalo más… ) que conducía hasta una cama con las sábanas revueltas, sobre la que me esperaba tumbada  y desnuda, la hija de los alemanes.

-Hola, Lola- le saludé. –Estás muy guapa - dije, señalando las dos trenzas, gruesas y doradas, con las que se había peinado.

Pero mentí. La encontré  muy desmejorada. Supongo que tenía mucho que ver la botella de tequila que reposaba entre sus muslos y que parecía haberse pimplado casi entera, a juzgar por la sonrisa pánfila que se le dibujó al verme y la voz pastosa con que pronunció mi nombre –‘Dick’, dijo primero, como si tuviera hipo, y luego ‘Grande’, eructando el apellido-,  pero observé además que sus piernas, aquellas columnas de carne como mármol rosado, se habían resquebrajado, que las cruzaban varias cicatrices rojas, de heridas recientes, apenas cerradas, y que sus ojos eran dos animales agazapados tras unas cejas asilvestradas, o mejor una sola ceja, como una espiga de trigo que cruzaba su frente.

-Ya está aquí el cuate de la brocha de oro- añadió Lola, y de su garganta brotó como un pájaro herido y desorientado una carcajada, que me golpeó en la frente con una de sus alas rotas. 

Fue apenas un momento:  Lola se levantó tambaleándose de la cama, intentó abrazarme y me arrastró consigo en la caída.  Algo desconcertado, intenté zafarme, braceé en el aire,  pero cuando volví a abrir los ojos, estaba tumbado en el colchón y el pornógrafo me apuntaba con su cámara de vídeo.

No, desde luego en aquella familia no perdían el tiempo, en cuanto a mí quizás me hubiera gustado ducharme antes, ir al baño (tenía el estómago algo revuelto), pero por otra parte pensé que llevaba ya demasiado tiempo parado, durmiendo en la estación y que había que subirse al tren, al primer tren que pasara, cuanto antes. Aunque la maquinista estuviera ciega. Aunque yo fuera un polizonte –o precisamente por ello-.

Además, había caído en una buena postura, con mi cabeza entre las dos nalgas de Lola –que quedó boca abajo, con su cara a solo unos centímetros de mi entrepierna- y me sentí afortunado de volver a ver aquel culo colosal, como una plaza de toros, con su piel de arena cálida y dorada, sobre la que a que uno no le importaría morir desangrado, o apuntillado por la bufa que Lola dejó escapar, un pedo traicionero de señorita, como si pretendiera apagar con él una tarta de cumpleaños, pero que olía a pólvora y aguardiente, un cuesco travieso y borrachín que Lola celebró, riendo de nuevo a carcajadas, y dejando que estas revolotearan en mi regazo, aquellas carcajadas como una lluvia de pájaros moribundos que cayeron finalmente dentro de mi bragueta, en donde sentí que los dedos temblorosos y torpes de Lola trataban de rematarlos, y cómo era mi propio animal quien finalmente lo hacía, emergiendo como un halcón majestuoso, ¡ohhhh, bravo! escuché a mis espaldas a la teutona, sí, mi polla era un diamante luminoso, una locomotora de vapor, un toro embistiendo el burladero, y yo… yo volvía a ser de nuevo Dick Grande, eso era lo que me decía, mientras Lola me masturbaba con la mano tonta, y espolvoreaba sal en mi glande, destripaba sobre él un limón, sí, el puto Dick Grande, me repetía, y Lola levantaba su botella de tequila, y bebía a morro de ella, y yo veía que el licor atravesaba su garganta de arriba abajo como una cuchillada, y cómo finalmente ella se inclinaba para curar la herida chupando la sal y el limón y el chorro de esperma que brotaba de mi interior, y que se extendía sobre su cara, quebrando en dos la espiga de su entrecejo, y sobre sus piernas, reduciendo las cicatrices que las cubrían a un borrón de tinta roja, y sobre sus párpados, sellándolos para que Lola durmiera, al fin, la mona…

Después, yo rendido, satisfecho, también caí a su lado, sobre el colchón, pero antes de quedarme dormido, sentí una bola de fuego que brotaba de mi estómago, me atravesaba el pecho y finalmente salía de mí como un relámpago -con su correspondiente trueno que hacía temblar las paredes- y durante unos segundos envolvía en una llamarada la habitación y dejaba flotando en el aire, como un espíritu que se resignaba a desvanecerse, un olor intenso, inconfundible, a chorizo de Pamplona.

2 comentarios:

CARLA BADILLO CORONADO dijo...

jaja, muy bueno. Uff... y con lo que me gusta el tequila, la sal y el limón. Y bue, por qué no, también el chorizo.

pepe pereza dijo...

esto cada vez está mejor. Un abrazo, amigo.